En los húmedos días del verano, olfateo seres diminutos, audaces, melancólicos, que reclaman todos los espacios imaginables de este país de las aguas alegres.
Se encuentran sobre el muro del patio, el pan o la hojarasca; se meten en los bolsillos de las ropas, en los zapatos, los libros y hasta en el propio cuerpo. Crecen y se multiplican vertiginosamente, los más pequeños se descubren a sí mismos al portar los colores tornasolados escondidos en la luz blanca.
Otros, los gigantes, sorprenden a las mismas ranas y sapos, pues crecen tan rápido, que después de un día saturado de lluvia, aparecen la siguiente madrugada en los patios, agarrados tenazmente a un trozo de madera la cual devoran de inmediato; trepados en las paredes oscurecidas por el agua con la que se han impregnado; compitiendo con los transeúntes por un pedazo de banqueta; intrusos visitantes de una maceta o de un árbol muerto, del que sólo queda el esqueleto.
Los maravillosos hongos son capaces de sobrevivir en cualquier objeto orgánico o mineral: la humedad es suficiente para alimentarlos, es ella quien los hace crecer, los fortalece, los transporta, los consiente, son sus hijos predilectos.
Los hongos son la casa de los gnomos, y convierten el anfibio mundo que contemplo desde la ventana de mi cuarto, en un cuento de hadas.
No hay comentarios:
Publicar un comentario