jueves, 4 de diciembre de 2008

Montañas y Cerritos







Montañas

Sus bocas de madera
gimen al ritmo de las hachas.
Los grillos de sus grietas
visten de luto las montañas.

Su aliento desnuda mi inocencia
tejida en su montuna falda.
En sus cañadas los ríos
energizan el valle de Orizaba.

Sus sombras proyectan tardes
otoñales. Ciclo vital que finaliza.
Lanzan los picachos
al tañido de campanas
sus enormes alas.


Cerritos

I


Los pregones populares cortan la neblina que escupen sobre las calles orizabeñas los cerros de Tlachichilco y Escamela animando a sus habitantes con golosinas populares, de manufactura casera, que serán engullidas por voces quedas, queditas, tanto, como el golpeteo de billetes arrugados sobre el piso.

Coronado con un rodete de manta que amortigua su carga, el flanero, cual semáforo ambulante, detiene a los transeúntes con el rojo celofán de su tabla. El turronero parte diestramente con una pequeña hacha, un esponjoso y brillante bloque de turrón de almendra. Suena su triángulo de metal el vendedor de obleas, cuya tapa del bote donde las transporta, es una rústica ruleta donde el comprador se juega el número de barquillos despachados. El viejo de las semillas de calabaza y huesitos de capulín tostados, que con su grito llamó eficazmente a la parca: Haaaay huesitos… Después de que enciende la pequeña vela cubierta con una pantalla de papel, un hombre ahuyenta los insectos atraídos por la miel de sus muéganos. Chirría el vapor que emana del horno del platanero, encendido con el rojo vivo de los atardeceres montanos, telones de fondo a los 360 grados de nuestra colonial ciudad.

En enormes ollas que humean al calor del carbón serrano de Zongolica, transcurren las tardes en Pluviosilla: chileatole verde aderezado con chito de matanza (carne seca de chivo) del altiplano de Tehuacán; chileatole rojo sazonado con camarón secado al exuberante sol del Istmo de Tehuantepec. Regordetas palomas sobrevolando comales palmean esperanzas, tlacoyos y picaditas adornadas con níveo queso de la cuenca lechera de Cañada Morelos, en el vecino estado de Puebla.

El ir y venir de la bruma arrastra las melancolías escondidas en el regazo de mamá, en los hormigueros y en los nidos de chicatanas cuyas alas color de óxido férrico se quedan pegadas al piso bajo las lámparas públicas, y con las que en una tarde veraniega, después de un aguacero, la gente prepara suculentas salsas.

Con mochilas de cuero a la espalda los niños caminamos hacia nuestras casas con los ojos llenos de antojos. El barrio hila presagios de huelga, rumores sobre materiales novedosos que llaman sintéticos, amenazan con llenar de desocupados las bancas del parque.


II

La ignominiosa cerca con que han acotado el campo en el Barrio de Cerritos arrebató nuestras viejas carreras descubriendo vergonzosas, anís o patas de gallo entre el zacate; las presurosas persecuciones tras de perros hambrientos; nuestros cabellos ilusionados con el vaivén de los juegos mecánicos; nuestras charlas infantiles en aquellas bancas de granito rosa.

Los hombres se reúnen a cardar palabras que ya nadie escucha, con las que nadie puede cobijarse. Sus viejas voces han sido reemplazadas por idiomas que antes no se escuchaban en este lugar de obreros. Talones descalzos golpean las banquetas: la marcha de los desocupados.

A la Fábrica de Cerritos, pionera de la gran Compañía Industrial de Orizaba (CIDOSA), le vaciaron la maquinaria de sus entrañas y las llenaron de desaliento. Su hermosa avenida de pinos por la que caminamos tantas veces tras la ilusión de un nuevo libro, un nuevo curso o un maestro más estricto, se llenó de basura. Sus niños desaparecieron en los incontables baches. Hay un duelo por el espíritu textil del Valle de Orizaba. Seguramente, la luna se mudó a hilar en otro sitio.

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