¿Quien no ha comprado yogures? Es el producto que
más comúnmente la gente piensa en él como con una vida de anaquel determinada.
Programas de televisión y películas hacen mofa sobre cuando estos productos
están por fenecer y tenemos un sobrado stock en el refrigerador, No sabemos qué
hacer: Comerlos, regalarlos o tirarlos al otro día que caducan. Sin embargo, no
es tan radical el asunto: dos o tres días más no hará que estos delicados
lácteos nos sepan mal y mucho menos nos hagan daño si los ingerimos tal cual.
Es un mero requerimiento de la
Secretaría de Comercio el que los alimentos tengan una fecha
impresa en la etiqueta que ponga hasta cuando estarán en sus condiciones
óptimas para ingerirse. De hecho, el término de fecha de caducidad ha sido
cambiado por el más suave: “mejor si se consume antes de” y en seguida la
fecha. Otros productos han sido requeridos para que den esta importante
información al consumidor, que antes ni soñado era que uno se enterara. Es más,
me tocó ser testigo que algunos comerciantes raspaban tal información de
productos lácteos (cuya caducidad es corta) tales como crema o mantequilla,
para seguirlos vendiendo después de la fecha, como si nada pasara. Y la gente,
¡no se daba cuenta! Es decir, no había la suficiente cultura como para no
comprar tales productos, y mucho menos para reclamar al comerciante por su
engaño. A la fecha, productos tales como el pan Bimbo, quienes antes manejaban
un código de colores en las tiritas de plástico con las que cierran las bolsas,
que solamente podían descifrarla los vendedores, están obligados a poner esta
fecha impresa, de manera que uno al comprar, sepa con certeza hasta cuando el
pan mantendrá su frescura. Los
medicamentos son otra línea que es indispensable revisar con cuidado, sobre
todo los antibióticos. Todo esto nos conduce a pensar que todo tiene un estado
final que si se rebasa, ya no es tan bueno como al principio. Las frutas y
verduras que compramos a granel es un gran ejemplo de que comprar barato y
mucho puede salirnos tan caro como comprar poco a un precio más alto, pues los
vegetales pueden arruinarse en el platón del centro de mesa o en el
refrigerador, e ir a dar al bote de basura.
Y el que todo tenga un final, nuestra vida no se
escapa a esa regla. La primera infancia, la niñez, la vida laboral, la vida
sexual, la autonomía, todas las etapas y
en todos los ámbitos existe un principio y un final. Algunas telenovelas usan
esta frase para reclamar por ejemplo a un amante o a un amigo que si su amorío
o amistad tienen “una fecha de caducidad”. A veces sí, aunque al principio,
esta sea desconocida. Los matrimonios se disuelven, las amistades se diluyen,
la juventud se esfuma, las enfermedades se curan. Cuántos cantantes, actrices,
actores, hemos visto surgir, ser famosísimos para después caer en el olvido, o
cuando menos, ser sustituidos por otros personajes que alcanzan tanto fama como ellos. Para donde volteemos
la mirada, siempre encontraremos situaciones que tienen una fecha de caducidad
grabada desde el momento mismo en que dan inicio. Para ello está la
estadística, que nos abastece información sobre la vida media de casi cualquier
cosa que queramos saber. Entonces, si todo es finito, cuáles son las cosas que
podemos calificar de no serlo, es decir, de ser infinitas por su naturaleza
misma. La respuesta es que no hay nada que dure para siempre, y hasta la
belleza cambia, según la canción. Sin embargo, creo que sí hay algo que dura
para siempre: el amor. El amor vive en nosotros, nos da vida, nos nutre, y es
una fuerza que podemos transmitir a los que nos rodean para hacerles fuertes
también, para transmitirles nuestra identidad a través de la cultura, de nuestras
canciones infantiles, de nuestras recetas para cocinar, de nuestras costumbres
(las buenas, desde luego, las que no dañan a nadie). Es con amor como enseñamos
a nuestros hijos, a nuestros nietos, a nuestros descendientes en general, pero
también a otros niños, a otras personas, cercanas o lejanas, lo que somos, lo
que hemos sido, lo que nuestros ancestros nos dieron. Y es esa cadena que va
llenando el vacío de la modernidad, de la tecnología (con la cual no estoy
distanciada, ni mucho menos), la que no tiene fecha de caducidad. Conservar las
raíces de quienes somos, no importando en qué país del mundo vivamos, nos hace
vibrar, nos hace amarnos a nosotros mismos y reconocer esa persona a la que
mucha gente ayudó a realizarse. Esta mañana de domingo, en la costa de la luz,
en la cocina de una casa con estufa eléctrica y olor a cerdo ibérico, escuché
emocionada mi propio palmoteo al preparar memelitas con una harina de maíz
importado de Colombia. He sentido gran añoranza por las mujeres de mi tierra,
de esa tierra que como he puesto en uno de mis blogs, es la puerta al Mundo
Náhuatl. Maquinalmente he realizado algunas acciones como he visto hacer
docenas de veces a estas paisanas mías: cómo darle la vuelta a la memela, cómo
revisar su cocción, pellizcarla, llenarla de manteca. Y aquí, donde el palmoteo
se usa para bailar sevillanas, he sentido latir mi corazón con una fuerza
inusitada: “El mexicano palmoteo en la azul tortilla hecha a mano.”
liliaramirezdeoriza@hotmail.com
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